La Luisa

Me he reído en tus calles, en domingo, en cada una de las plazas que como penitencia llevan tu nombre.

Te he visto de nuevo a la hora del ángelus, al volver de madrugada, en los bancos de los parques en que te amé y donde una vez nos quisimos, allí sentados, envejeciendo, viendo la vida pasar, como les gusta a los de las películas.

En todas y cada una de las que nos besamos en el cine Serna y en los de Callao, y me hicieses la boca mañanita de domingo, madrugada de verano, Paladín a la taza, coronar en bicicleta el Rincón y soltarse de manos. En aquella verbena. Y en las de después, también en esas.

Te he llamado antes de salir de casa, como cuando no vivíamos juntos pero como si lo hiciésemos: a voces, cuando al principio íbamos a hacer mandaos, guardando las formas y la distancia; y luego por teléfono, a la oficina, cuando quedábamos en hacer la compra y preparábamos cena entre semana, pero siempre me sabía a fiesta de guardar. Cuando la gente se llamaba antes de salir de casa, porque no existían los teléfonos móviles, y la única forma de encontrarse era acudir a los bares que se solía frecuentar a la hora de comer, aprenderse al dedillo los menús de cada casa, como Toni Romano en las de Juan Madrid.

“Que viene la Luisa” anunciaban al acercarnos, y luego disimulaban los muy cabrones si íbamos a los cafés donde dejamos atrás tanta gente y media vida, cuando yo andaba en mis Últimas tardes con Teresa y en las Cinco horas con Mario; mientras tú te doctorabas en Políticas y Economía y en otras tantas cosas a las que les fingí tanto interés y que aprendí porque tanto tanto te gustaban.

“Que viene la Luisa”, eso. Era eso. Los señores por vergüenza; las señoras por envidia y al revés. La forma en que cruzabas cada umbral y adiós tinieblas, adiós a oscuras, adiós a tientas. Y yo con el pecho henchido, aunque nunca se acordaran de mí. Pero ahí que iba yo, colgado de ese brazo, colgao’ de la Luisa.

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La del cuarto de siglo.

Lo llaman la “crisis del cuarto de siglo” cuando en realidad no es más que una de esas excusas que como seres humanos nos empeñamos en buscar para darle explicación a lo que no la tiene; o peor aún, como justificación de lo que hacemos.


No sabría bien por dónde empezar a contar qué hacía y ya no hago, o lo que hago y no debería. O cuánto se me ha ido a mí de las manos lo del cuarto de siglo. Qué típico y qué pobre y qué clásico decir que uno no saber por dónde empezar después de tanto tiempo. Y qué común, también, lo de suponer que siempre hay que empezar por el principio, cuando el principio bien podría ser un día, no concreto, en que sin saber a santo de qué, me fui dejando.


Sí que sé a ciencia cierta que ni estoy en mi mejor momento, ni lo vengo estando desde hace mucho tiempo. Yo este año pensé que los treinta vendrían a cambiarme la vida, cuando en realidad lo que venían a enseñarme es que debía cambiar de vida. Vengo ofreciendo la peor versión de mi mismo desde hace mucho tiempo, hasta el hartazgo, y ya va siendo hora de volver a lo de antes. A viejas costumbres, hábitos sanos, a cuando les hacía saber de mi aunque a la mayor parte de ustedes les importe un pimiento; porque al que más bien le hace, es probablemente a mí.


Creo que para ser sensatos, para no quemarnos ni ustedes ni yo, lo más razonable es que nos marquemos pequeñas metas y veamos qué tal nos va. Yo me comprometo a hacerles saber de mi el quince de cada mes. Y si hay un mes en que un servidor no es capaz de esperar hasta el quince, pues eso que nos encontramos.
Así mismo, en cuanto a proyectos literarios nos concierne, les hago saber que ando editando una página en Patreon y que debería estar lista en breve. Por norma general, por aquí publico o publicaba relatos cortos y demás desvaríos, pero desde hace un tiempo creo que no tiene sentido alguno guardar en cajones y armarios el resto de cosas más serias que redacto. Cosas a las que les he dedicado mucho tiempo o a las que se lo dediqué en su día y que no hacen más que aguardar pacientes el momento de ser leídas. Así como tantas otras que en mi humilde opinión bien merecen la pena, pero que llevo a medias por falta de motivación. Y al igual que en el caso anterior, para no convertir la rutina o costumbre en una obligación y darles la atención que merecen, creo que para empezar estaría bien actualizar dos veces al mes, a saber: una entre el 7 y el 15 y otra entre el 22 y el 30.


Aquí me tienen una vez más, a sus pies. Porque si hay algo que nunca ha cambiado, es esa idea utópica de vivir de escribir, por y para.

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Epistolario (II)

Londres, 13 de Mayo de 2019.

Querido Ele:

     De un tiempo a esta parte suelo ir a desayunar a una cafetería cerca de casa. Lo hago sólo en mis días libres o en mis mañanas libres, según corresponda; porque muchas de ellas descubro con horror, al despertar, que no me queda ni gota de leche en el frigorífico o que no tengo qué llevarme a la boca para acompañar el café. Luego, por norma general, el desayuno se me junta con otro café a media mañana (u otros dos) y acabo saliendo de allí para la hora de comer.

     Sé que te gustaría verme allí sentado, como un señor, con mis cosas de escribir o perdido en algún libro o leyendo el periódico. Esto último, por cosas de la vida y porque todo cambia, porque todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, lo hago de forma digital casi siempre. Pero a veces, algunas y pocas, sobre todo en domingo, me doy un capricho y compro la edición en papel del Times, la grande, la que tiene cada página del tamaño de un incunable y es entonces cuando me falta mesa, cuando sé que te gustaría compartir el café allí conmigo y soltarme alguna de las tuyas, mientras tanto: ¿Te gusta el café solo o con leche? ¿Con azúcar o con miel? ¿Los huevos benedictinos con salmón o con bacon? ¿Eres un guapo?

     Esta mañana, leyendo El País, he acabado en un artículo sobre cuentas curiosas de Instagram. Por lo visto hay una señora que se dedica a visitar baños públicos y a ponerles nota. Desde pequeñas cafeterías a hoteles de lujo. Y he recordado, primero, la tarde que fui a Harrods y un señor intentó secarme las manos cuando terminé con lo mío y procedí a lavármelas, le pagan por eso; y segundo, qué nota le habría puesto a los de la tercera planta de la facultad, donde tantas revisiones de exámenes vimos en aquellos despachos, donde estando juntos los dos en uno de ellos, en una de ellas, Cé me lanzó un cumplido y me soltó que tengo la letra bonita (aunque tú siempre hayas dicho que es letra de niña) y con todo y con eso, con mis prácticas de diez y nueve setenta y cinco, después de tanta pompa y tanto de usted y tanto qué bien se entiende lo que explica, anunció que tu examen estaba suspenso, pero que el mío no pasaba del dos. Y nos vimos a finales de Junio, qué remedio y a la segunda fue la vencida.

Un abrazo, Sergio.

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Epistolario (I)

Londres, 11 de Mayo de 2019.

Querido Eme:

     Málaga ha sido, es probable que sea y será, el amor de mi vida. Y como tal, compartimos experiencias que nos unieron cuando fuimos eternos y que lo hicieron, aún más, cuando nuestra jábega se mecía contra corriente.

     De mis segundas nupcias con aquella ciudad, hoy tan cerca y tan lejos, guardo como oro en paño recuerdos que a más de uno ni fú ni fá, pero que a mí la bolsa o la vida. Y hoy, resulta que hoy, me vienes tú al café del mediodía, con aquello que nos unía como más que amigos: esos diez minutos de nuestros sábados por la mañana, cuando después de (ni siquiera recuerdo qué hacíamos los sábados por la mañana, a no ser que fuese estudiar contigo en alguna biblioteca o hacer excursión a centro ciudad) pero después de, nos acercábamos a ese bar que parecía sacado de una de Berlanga, en aquel barrio con sus aires de pueblo que se alejaba de Málaga y renegaba de ella como ciudad.

     Esta tarde nos he visto en ese bar,  con sus cuatro gatos que como cada sábado discutían de lo mismo, como si los hubiésemos dejado en allí en stand by la semana anterior y retomasen la conversación en lo de a punto de darse puñetazos, cuando ya no les quedaban argumentos. He vuelto a los diez, quince minutos que pasábamos allí y la boca me sabe a cuando nos tomábamos la caña rápida y hacíamos nuestras cábalas para echar la quiniela, negociando los pronósticos con lo que yo creía saber y lo que tú siempre refutabas: por ejemplo que el Numancia de local siempre gana o empata por lo del 133 a.C. y Escipión El Africano; que vaya ofensa no ir con el Málaga, qué más dará contra quién juegue. Fue el año de la Champions, ese que nos eliminó el Borussia Dormund en la vuelta de cuartos, en el último del descuento. Pero aun así, algunos sábados te me distraías con la televisión durante nuestros diez minutos, de reojo, cuando yo no te miraba, porque Fernando Alonso no iba a pasar de la Q2 y qué pena y hay que ver:  que si Vettel otra vez, que si otra vez Hamilton.

     Me he despertado como Alberti: desde el exilio y con nostalgia del mar. Sin nostalgia de Cádiz, pero con mucha de mi último año de carrera, de Málaga; joder cómo os echaba de menos, tenía que escribir para decírtelo.

Un abrazo, Sergio.

     Postdata: Vaya sábado el de aquella semana que dimos doce de catorce en una de Champions.

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Siete Treinta AM

     Despertar, como si fuese ayer, en mitad del Katrina. En pleno huracán, pero sin víctimas mortales. Despertar, que no abrir los ojos.

     Ver con los oídos. Verte desde mi habitación (tan minúscula, pero tan grande) abriendo el grifo de la cocina y oír cómo corre el agua, sin salir de la cama. Y darme la media vuelta, pero verte. Verte aún en la cocina, revolviendo los armarios con el grifo aún llorando, verte buscando la taza exacta para el café, la cafetera, el tazón de la leche, dos cucharas y los cereales. Abrir más las orejas para verte mejor, para verte intentando resolver tus dilemas. Y saber que has acabado de preparar la cafetera cuando, por fin, el grifo deja de despilfarrar agua y ésta ya no choca contra el fregadero (o el fregador, según tú y esa costumbre tan nuestra de llevarnos la contraria) produciendo ese sonido metálico tan hipnótico.
Ver, todavía sin abrir mis ojos, la cerilla acercándose al gas que aún no arde. Ver el final de ese susurro del gas, que intenta a duras penas decirte que quizá sigo durmiendo. Ver por fin la llama. Y que lo siguiente sea ver el café, con su respiración entrecortada cuando brota por la cafetera, con la tapa abierta, como debe ser, para escaparse y entrar por la rendija de mi puerta y pintarme la sonrisa en los labios. Ver que acabas, que dejas la cocina hecha unos zorros, como siempre.

     Y ahora ya sí, despertar y abrir los ojos. O intentarlo. Vagar en pena por el pasillo, hacer un alto frente a la puerta que brinda paso a la cocina y ver (ya no con los oídos) que efectivamente quedan abiertos un par de armarios, que la luz del microondas alumbra la mayor parte de la cocina, y a día de hoy seguir sin entender por qué, porque el café siempre estaba recién hecho. Despertar durante aquel ruidoso ritual de tus buenos días, sin víctimas mortales.

 

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A, de ausencia.

     Quizá, debido al sentido peyorativo que tenemos del término, entendemos la ausencia como ese momento de carencia, de «falta de». De ausencia, vamos. Y sin embargo, no. Sin embargo, debería ser todo lo contrario: debería ser una formulación positiva y no negativa, con su significado y acepción positivas (acepción que la RAE no recoge, aún). Debería ser un «si no está aquí, será que está viviendo». Como ocurre cuando Margaret desaparece y no da señales. Y con todo, sabes que no está bien; que está mejor.

     Y así es y ha sido y será. Porque vivir, he vivido durante mi ausencia. A veces, hasta ha sido sobrevivir.

     He vivido en Málaga, por segunda vez, y vivo en Londres, por vez primera, desde hace unos meses y algún que otro día. Y Málaga aún me espera, estoy seguro, porque lo noto en la distancia, porque nos echamos de menos. Lo nuestro ha vuelto a ser un «hasta luego, nos vemos dentro de quién sabe cuánto». Me río de que segundas partes nunca fueron buenas. Esta también ha dejado enormes recuerdos, distintos, algunos quizá diferentes y algunos complementarios. Prescindí de varias cosas durante el medio año que pasé, cual monja de clausura, entre las cuatro paredes de la biblioteca mientras me aprendía al dedillo el Siglo de Oro. Quedaba mucho por hacer. Al final hubo San Juan y La Rosaleda, hubo visitas, hubo Museo Thyssen, entre otros, y hubo más Kris y poesía.

Echo de menos las tardes con Ricardo.
Y a Ricardo.
Y su forma de ser.
Y las bravas de Emilio en San Juan de Letrán, para qué nos vamos a engañar.
Y a Emilio y su trato de usted.

Echo de menos a mi familia política, la que desde el primer día me consideró uno más.
Y a mi primo político (¡Grande LIMASA!).

     Y a padre, que sabe pronunciar las palabras exactas cuando uno lo necesita y lo hace sin darse cuenta; luego ni se acordará, probablemente. Años ha que dijo «si yo tuviera tu edad a día de hoy, me faltaba mundo para echar a volar». Así que en algún momento debí hacerle caso, supongo. También me dijo a principios de año «haz lo que te haga feliz, y a lo demás que le den morcilla» y aquella noche tomé una decisión y dormí a pierna suelta como no lo había hecho en dos semanas.

     Por aquel entonces debió ser cuando abandoné, más o menos, las redes sociales. Lo hice así, porque sí, de manera involuntaria y quizá sin despedirme. No fue un acto deliberado, ni mucho menos. Fue parte de un proceso, deduzco. Algo que tenía que ver con lo de dormir a pierna suelta. Supongo que fue la necesidad, o más bien lo contrario, lo que creó un desapego y una pereza a acercarme al ordenador y a tener que atender cada vez más y más correspondencia virtual y… y al final, pues eso, pues nada. Por fortuna las amistades nunca lo abandonan a uno. Ni las buenas, ni las poco recomendables.

     En resumen: no ha sido fácil, para nada. Ni el «hasta pronto», ni mucho menos el «bienvenidos» (¡ay, si yo te contara!). Procuro vivir desconcertado, sin saber qué será de mi pero con la sensación de haber nacido para esto (al menos en este momento). Lo raro sería lo contrario, como insinuaba Julio: saber a ciencia cierta qué va a ser de uno y no sentirse perdido entre los 20 y los 30 y quizá más allá. Sigo como Leonor Watling, como Cayetana Guillén Cuervo en aquella serie, sigo como Raquel, buscando mi sitio.

Nos leemos.

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Gastronomía, protocolo y saber estar (I).

El desayuno.

     Comience por olvidar. Olvide al saltar de la cama, en ayunas. Empiece por hacerlo desde hoy mismo, en este preciso momento, si aún no ha desayunado o se dispone a ello. No olvide calzarse, por el amor de Dios, eso sí que no lo olvide. Pero después, aparte todo pensamiento que pueda resumirse con un:  «Dícese del desayuno que es la comida más importante del día.» En el oficio del buen yantar, cualquier ingesta lo es. Así que, si gusta de hacer favoritismos, base sus afirmaciones en otros supuestos.

     Alabe este acto primitivo por ser algo íntimo, formal, solitario. Íntimo porque uno puede desterrar el ayuno vestido con aquello que tape sus vergüenzas (si es que usted las tapa), ya sean bragas, calzoncillos; sea pijama. Formal, porque existen personas valientes, audaces, atrevidas… que prefieren comenzar el día desayunando bien vestidas; solitario, porque cualquier cosa que merezca la pena sólo requerirá la presencia de uno mismo para llevarse a cabo.

     Practique la meditación, reflexione qué ha soñado y por qué, piense cosas sin sentido alguno, lea un libro, ponga música, hojee el diario, infórmese hasta la saciedad y no lea sólo un periódico… sino varios; pero nunca, NUNCA, opte por encender el televisor. Sea la hora que sea, jamás encontrará algo de su agrado que complemente el desayuno. Y si cree encontrarlo, considérese aún mentalmente inactivo (sobre todo si todavía bosteza con frecuencia). Acompañe la elección, sin tener por qué ceñirse única y exclusivamente a las mencionadas con anterioridad, con esas vituallas que ha decidido ingerir.

     Aquí, el ritual se complica. Los hay que prefieren café, que lo quieren cargado, sin leche, caliente; están quienes por el contrario desayunan café con leche, caliente en invierno y frío en verano; y luego están los indecisos, los que prueban ambas cosas y comienzan por el café hirviendo para mezclarlo (cuando quedan dos dedos) en un cuenco de leche fría donde previamente han naufragado, chapoteado y sido rescatados dos puñados de cereales que no perecerán ahogados en lácteos, ya que el destino les depara un final más cruel: ser devorados en unas fauces de afilados dientes. No obstante, no se preocupe si no encuentra cereales. Galletas, bizcochos, palmeras de chocolate, napolitanas y cualquier otra cosa que pueda remojarse en un tazón se considera equivalente al brindar la misma función que el cereal. Y si usted es de esas personas que prefieren zumo, no hay por qué ponerse sibarita: para salir de un aprieto o si vence la pereza matutina, el brik debe ser la solución. Sin embargo no abuse del zumo de cartón, oblíguese a exprimir unas naranjas bien temprano y su paladar lo agradecerá.

     Conviértese en un acto altruista, el desayuno, si no queda más remedio que pegarse el madrugón con intención de acercarle al prójimo una bandeja a la cama. O si se ve en la tesitura de rascar con ahínco esa tostada, la última, que siempre hace honor a su nombre y empéñase en acabar retostada. Más allá del altruismo, se encuentra la encrucijada del esclavismo; porque si ya dijimos más arriba que desayunar es un acto primigenio, íntimo, formal y solitario (o así debería ser) abandonar el catre para preparar el condumio de alguien, que muestra el poco respeto de dormir mientras uno se pelea, cuchillo en mano, con un tarro de mermelada, debería estar penado por ley.

     Es imprescindible no perder los estribos. ¿Quién no ha estado a punto de tirar la toalla cuando la tira roja, la dichosa tira roja del paquete de galletas, no ha cumplido su función? Enervarse no es la solución, aunque parezca inevitable regruñir, intentar cazarla con la punta de los dedos, tirar de ella, ver que no sale, volver a tirar, comprobar cómo se desprende por completo (o por fascículos, según las distintas repeticiones que se lleven a cabo hasta comprobar que, definitivamente, va a ser de escasa utilidad) y resignarse a abandonar la silla, vagar sin saber cómo hasta la cocina para aferrar, finalmente, unas tijeras.

     Por último, guarde cuidado al acercarse a la boca cualquier recipiente que contenga líquido, más aún si éste abrasa. Un desliz podría empaparlo.

     Buenos días, buen provecho.

Nos leemos.

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Ti-tiritando.

¡Qué frío pasamos el invierno del ’92!

Barcelona acogería en julio de aquel año los vigésimo quintos Juegos Olímpicos, pero el enero de ese mil novecientos noventa y tantos, mi casa fue sede de los de invierno. Algo debimos hacer mal desde el mismo día uno porque, sin ton ni son, sin venir a cuento, sobre el techo que nos cubría se cernirían toda una serie de despropósitos. Los primeros días fue algo baladí, la verdad, pero la víspera de Reyes se rompió la calefacción central del bloque de pisos donde residíamos por entonces y aquello… aquello ya sí que no tuvo ninguna gracia. Máxime porque sólo afectó a nuestra vivienda, el día cinco coincidió con el día del Señor y por consiguiente, el lunes fue festivo; así que, básicamente (en principio) pasaríamos dos días bajo cero. Y recalco que en principio, ya que a pesar de haber dado aviso la mañana del día siete, bien temprano, pasó lo que restaba hasta el domingo y la semana siguiente y la de después. Así llegamos a febrero y como resultó que fue un mes corto, pues también pasó. En definitiva, el invierno del noventa y dos lo que de verdad pasamos fue mucho frío.

Sin embargo, no puedo resumir que todo fueron tiritones y catarros hasta que llegó la primavera. Luego fueron alergias, sí, pero antes, cuando nos acostumbramos al castañeteo de dientes (como quien logra dormir sin problema en una habitación donde alguien ronca) el antónimo de la canícula mereció la pena.

Más allá de dormir con tantas mantas como uno pudiese aguantar sobre el pecho, de intentar comer a duras penas con hasta tres y cuatro abrigos, hubo cosas que jamás pensé que llegarían a ocurrir. Ante la minoría de edad que poseían aún la mayoría de mis hermanas y hermanos, mi madre prohibió (sin excepción alguna) lo de intentar entrar en calor bebiendo vodka. En lugar de eso, cruzó al «Todo a cien» que había frente a casa e hizo acopio de cuantas cantimploras y termos tenían. No nos quedó más remedio que experimentar con otros líquidos: café, leche hirviendo con Cola-Cao, caldos y hasta refrescos (cosa poco recomendable). Hasta aquí, lo medianamente normal.

A finales de ese enero mi padre, hombre muy dado a los imposibles y a las causas perdidas él, logró que un amigo suyo nos hiciese una entrevista. El periodista, que había hecho «la mili» con papá, prometió que la editaría un periódico de tirada nacional en la sección de sucesos. El fin no era otro que llamar la atención, que si no nos arreglaban la calefacción, por lo menos enfollonásemos; y aunque mi madre no parecía muy convencida, dio su brazo a torcer, nos quitó algunos abrigos y dejó caer que el que no pusiese cara de pena para la foto, se quedaba sin postre. Esa sentencia fue la definitiva, la que de verdad nos cambió la cara y nos puso la de velatorio, por mucho que el postre fuese el yogur de siempre y aunque ese invierno tuviésemos que comerlo con cuchillo y tenedor.

Como era de esperar no hubo Dios que se preocupase en arreglar nuestro medio de caldear la vivienda, de entrar en calor (además de las cantimploras y los termos); pero el zoo de Barcelona, «en un acto de empatía, de corazón, de calor humano, de solidaridad con esos niños y niñas que día a día conviven con el más duro invierno» (palabras literales del por entonces alcalde de la Ciudad Condal), aportó su granito de arena y se solidarizó con nuestra situación. Lejos de prestarnos un par de radiadores eléctricos, decidieron que el clima era el idóneo para que los niños y niñas; oséase mis hermanos, hermanas y yo, pudiésemos cohabitar con animales. De este modo se puso en marcha todo un operativo a gran escala, integrado por fauna de diversa índole que acabó en mi casa. El resto del invierno no fue raro caminar entre pingüinos, lavarse los dientes bajo la atenta mirada de una foca ubicada en la bañera o compartir dormitorio con osos polares. Como si mis padres no tuviesen bastante con nosotros.

Ni qué decir tiene que los animales atrajeron a los señores de National Geographic. Mediando el invierno, se hizo común la estampa de encontrarse sentado en el excusado y contemplar, a modo de distracción, una procesión al azar que bien podría ser: un pingüino despreocupado, seguido de un cámara (al que a su vez acompañaba un operador de sonido cargando con un micrófono de ambiente) y un fotógrafo cerrando la comitiva.

Nadie logró arrancarnos en años la sensación de frío que nos dejó en los huesos el invierno del ’92. Costó casi lo mismo que quitarnos de encima el olor a pescado por beso de foca, o convencer a los pingüinos para quitarles los lazos coquetos que les habían colocado mis hermanas.

Ahora, que más costó quitarse las garrapatas. Porque a nosotros no nos atacaron los piojos, lo hicieron las garrapatas.

Nos leemos.

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Brevedades #7.

En definitiva volver a esos quince años clandestinos, de comerse a besos en la última fila de un cine a punto de cerrar; tristemente no por fin de sesión, sino por falta de público.

the lumière

Nos leemos.

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I’ve got you…

     Durante tres años viví en la calle de una ciudad que tenía el nombre de otra.

     Mil y pico días dan para conocer a mucha gente, la verdad, pero lo de habitar suelo con techo establece una estrecha conexión entre vecinos. Tanto que, amén de continuos roces con una señora a la que no le gustaba que jugásemos al Trivial o a la consola pero sí toleraba que viésemos la Champions convirtiendo el salón en un piso patera, comprobé cómo mi vecinillo daba el estirón.
Rara vez nos cruzamos en un sitio que no fuese el portal, la misma calle donde vivíamos o los veinticinco segundos de ascensor; pero aun así, siento que formé parte de su adolescencia: yo estaba entre los presentes la tarde que el pasillo de nuestro inmueble se llenó del humo de sus cigarrillos a escondidas que fumaba el baño de su casa. Hasta oí de refilón su primer revolcón indiscreto el miércoles de primavera que se quedó solo en el piso. Por ejemplo.

     Dicen que probablemente he vivido en la ciudad más fea del mundo. A mi me gustaba, qué le vamos a hacer. Aunque siempre he dicho que tengo la capacidad de enamorarme del sitio donde deba vivir o de algún lugar que visite y al que quiera volver, esos tres años fueron más que especiales. Fueron la llave que Sabina nunca olvidará (¡Bendita llave!) y que para mí también supusieron «la libertad, la disponibilidad del tiempo sin dar explicaciones».

«Mi primera ida fue a Granada. Llegué una noche, una tarde, a una pensión que se llamaba «La casa de las cortinas» y esa noche me dieron una llave. La llave significaba que yo podía volver a la hora que quisiera, sin darle explicaciones a nadie. ¡Bendita llave! Nunca la olvidaré. Una llave.». -Joaquín Sabina.


     He vuelto allí muchas veces, durante períodos muy cortos de no más de dos días. He pasado por el portal del cincuenta y tres y aún siento cosas. A veces agacho la mirada a pesar de saber por dónde voy andando; otras, se me ponen los pelos de punta y no puedo evitar sonreír.
     En todas y cada una de esas excursiones, veo al vecinillo. No hay vez en la que no me lo cruce por la calle o haga cola delante de mí en la copistería o esté fumando en la puerta de la biblioteca. Primero pensé que era una casualidad, pero luego comprendí que aquello no era ficción. Me costó entender que los encuentros porque sí, son la forma que tiene esa ciudad de recordarme que durante tres años viví en una de sus calles. Y lo hace en silencio, sin mediar palabra, como si sólo yo pudiera comprenderlo. Incluso como si el vecinillo no existiese, fue un espejismo que acciona un recuerdo concreto del cualquier parte por donde anduve, para que mi mente entienda que de una u otra forma nos llevamos bajo la piel.

Nos leemos 😉

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