El desayuno.
Comience por olvidar. Olvide al saltar de la cama, en ayunas. Empiece por hacerlo desde hoy mismo, en este preciso momento, si aún no ha desayunado o se dispone a ello. No olvide calzarse, por el amor de Dios, eso sí que no lo olvide. Pero después, aparte todo pensamiento que pueda resumirse con un: «Dícese del desayuno que es la comida más importante del día.» En el oficio del buen yantar, cualquier ingesta lo es. Así que, si gusta de hacer favoritismos, base sus afirmaciones en otros supuestos.
Alabe este acto primitivo por ser algo íntimo, formal, solitario. Íntimo porque uno puede desterrar el ayuno vestido con aquello que tape sus vergüenzas (si es que usted las tapa), ya sean bragas, calzoncillos; sea pijama. Formal, porque existen personas valientes, audaces, atrevidas… que prefieren comenzar el día desayunando bien vestidas; solitario, porque cualquier cosa que merezca la pena sólo requerirá la presencia de uno mismo para llevarse a cabo.
Practique la meditación, reflexione qué ha soñado y por qué, piense cosas sin sentido alguno, lea un libro, ponga música, hojee el diario, infórmese hasta la saciedad y no lea sólo un periódico… sino varios; pero nunca, NUNCA, opte por encender el televisor. Sea la hora que sea, jamás encontrará algo de su agrado que complemente el desayuno. Y si cree encontrarlo, considérese aún mentalmente inactivo (sobre todo si todavía bosteza con frecuencia). Acompañe la elección, sin tener por qué ceñirse única y exclusivamente a las mencionadas con anterioridad, con esas vituallas que ha decidido ingerir.
Aquí, el ritual se complica. Los hay que prefieren café, que lo quieren cargado, sin leche, caliente; están quienes por el contrario desayunan café con leche, caliente en invierno y frío en verano; y luego están los indecisos, los que prueban ambas cosas y comienzan por el café hirviendo para mezclarlo (cuando quedan dos dedos) en un cuenco de leche fría donde previamente han naufragado, chapoteado y sido rescatados dos puñados de cereales que no perecerán ahogados en lácteos, ya que el destino les depara un final más cruel: ser devorados en unas fauces de afilados dientes. No obstante, no se preocupe si no encuentra cereales. Galletas, bizcochos, palmeras de chocolate, napolitanas y cualquier otra cosa que pueda remojarse en un tazón se considera equivalente al brindar la misma función que el cereal. Y si usted es de esas personas que prefieren zumo, no hay por qué ponerse sibarita: para salir de un aprieto o si vence la pereza matutina, el brik debe ser la solución. Sin embargo no abuse del zumo de cartón, oblíguese a exprimir unas naranjas bien temprano y su paladar lo agradecerá.
Conviértese en un acto altruista, el desayuno, si no queda más remedio que pegarse el madrugón con intención de acercarle al prójimo una bandeja a la cama. O si se ve en la tesitura de rascar con ahínco esa tostada, la última, que siempre hace honor a su nombre y empéñase en acabar retostada. Más allá del altruismo, se encuentra la encrucijada del esclavismo; porque si ya dijimos más arriba que desayunar es un acto primigenio, íntimo, formal y solitario (o así debería ser) abandonar el catre para preparar el condumio de alguien, que muestra el poco respeto de dormir mientras uno se pelea, cuchillo en mano, con un tarro de mermelada, debería estar penado por ley.
Es imprescindible no perder los estribos. ¿Quién no ha estado a punto de tirar la toalla cuando la tira roja, la dichosa tira roja del paquete de galletas, no ha cumplido su función? Enervarse no es la solución, aunque parezca inevitable regruñir, intentar cazarla con la punta de los dedos, tirar de ella, ver que no sale, volver a tirar, comprobar cómo se desprende por completo (o por fascículos, según las distintas repeticiones que se lleven a cabo hasta comprobar que, definitivamente, va a ser de escasa utilidad) y resignarse a abandonar la silla, vagar sin saber cómo hasta la cocina para aferrar, finalmente, unas tijeras.
Por último, guarde cuidado al acercarse a la boca cualquier recipiente que contenga líquido, más aún si éste abrasa. Un desliz podría empaparlo.
Buenos días, buen provecho.
Nos leemos.